Dejaste una cerveza frente a ella, la miró y sonrió. Golpeteó con los dedos la mesa y tomó la botella. Imaginaste que eras tú quien bajaba por esa garganta y cerraste los ojos; viejo y común reflejo de culpabilidad. Preguntó por la salud de tu padre y la cantidad de gatos nuevos, por el manuscrito que era un embrión cuando se fue: bien; 7 ahora pero parece que Picolina está cargada; lo aborté . Te pidió que le leyeras algo, tú sabias que no querías hablar y caminaste al librero. El silencio siempre fue tu puerta de escape, leer tu gran salvo conducto. De los lomos que se asomaban salían gritos, imágenes y montones de fantasmas que te decían: tómame, léeme, yo la mato, yo la recupero, yo la desnudo, yo la corro, tómame, léeme. Tomaste uno de los libros nuevos esos que son callados porque no te conocen, como cuando un amigo te presenta a otro y este se mantiene al margen, hasta que comienzas a leerlo y él a leerte. En efecto el libro nuevo era un gran lector pronto dijo: escogiste bien:...