La revista más larga y delgada del mundo
En un bar de una ciudad ajena sacó de una mochila oscura, de la boca oscura de la mochila varias revistas largas y delgadas. Me las puso en la mano y fingí que leía, que me gustaban y fingí que fingía para que el simulacro fuera más allá de donde las borracheras permiten, para poder seguir tomando, escuchando la música y buscando un hombro desde el cual cantar. Di las gracias y caminé por el bar, busqué otros amigos, a viejos amigos, a nuevos amigos a esos que se hacen en un bar de una ciudad ajena, los que no irán a tu boda o a tu velorio, esos que nunca te van a acompañar en infortunios los que no tienen tiempo ni ganas de traicionarte ni mucho menos de verte por la calle pensando que piensas.
En una carretera de dos carriles con una cubeta de 5 galones llena de botes de cerveza y hielo: valiosa moneda de cambio en el desierto de sonora en tardes de junio.
Una mujer ojerosa, un piloto diestro, un copiloto que cumplía años, el altanoche y yo.
Él hablaba de la revista larga: los milagros existen dijo en algún momento, yo contemplé el reflejo de uno por la ventana era un cielo que encendía nubes para dejarlas caer como ceniza al desierto en forma de matorrales agresivos.
Sale de milagro, nos dice a los 4 tripulantes del volkswagen gris camino al este. El copiloto (el tambor) cumplía años quería llegar al mar a la bahía de Kino, el piloto quería llegar al mar, la mujer ojerosa quería llegar al mar, yo quería llegar al mar, él hablaba del siguiente número y quería llegar al mar para limpiarse la tinta del cuerpo y nadar un rato e intentar flotar.
En una lectura, sentados en una mesa, con el público al frente mientras nos decía que él y otros tres amigos subieron a orinar dentro del contenedor de agua que abastecía el pueblo. Uno de los amigos amaneció en el suelo. La revista nació después, imagino que muchos de los lectores tomaron agua potable, agua bautizada por el editor, agua de revista, casi tinta.
En esta ciudad, por la tarde, de manos de la mujer de pelo rojo que presentó su libro. Me comentó que al editor se le esfumaban las ganas de hacer milagros. Se le diluía con los días la manera de hablar con los impresores, las palabras y las sonrisas para distribuir, esas ganas de abrir los correos con los textos, acomodarlos uno tras otro en la computadora, lo que algunos llaman magia y otros llamamos terquedad o desesperanza vuelta heroísmo, se evaporaba paulatinamente. Después, a vuelta de e-mail supe del nuevo número, tan bueno o mejor que los otros.
Y así, uno a uno me han llegado prácticamente todos los número posibles de conseguir. Los últimos llegaron a mi en un cuarto de hotel donde todos sacaban cervezas del lavamanos, de bajo la cama, del ropero, de la regadera. Era un cuarto de un hotel laberíntico que resguarda una alberca al centro de uno de los tantos pisos como si fuera la fuente de la sabiduría a la cual, de igual forma, se le podía orinar. Un cuarto al que llegó alguien con sushi y lo perdió todo. Un colaborador o un lector asiduo, amigo del editor o tal vez el editor mismo, no lo recuerdo bien, sacó de la boca oscura de una mochila un par de revistas, un par de milagros delgados y largos y yo fingí que leía y di otro trago a la cerveza. En ese instante, a esas altas horas de la noche, entre la gente que gritaba borracha, creí poder ver entre mis manos la desesperanza vuelta heroísmo, me dio miedo y metí las revistas bajo el colchón.
En un bar de una ciudad ajena sacó de una mochila oscura, de la boca oscura de la mochila varias revistas largas y delgadas. Me las puso en la mano y fingí que leía, que me gustaban y fingí que fingía para que el simulacro fuera más allá de donde las borracheras permiten, para poder seguir tomando, escuchando la música y buscando un hombro desde el cual cantar. Di las gracias y caminé por el bar, busqué otros amigos, a viejos amigos, a nuevos amigos a esos que se hacen en un bar de una ciudad ajena, los que no irán a tu boda o a tu velorio, esos que nunca te van a acompañar en infortunios los que no tienen tiempo ni ganas de traicionarte ni mucho menos de verte por la calle pensando que piensas.
En una carretera de dos carriles con una cubeta de 5 galones llena de botes de cerveza y hielo: valiosa moneda de cambio en el desierto de sonora en tardes de junio.
Una mujer ojerosa, un piloto diestro, un copiloto que cumplía años, el altanoche y yo.
Él hablaba de la revista larga: los milagros existen dijo en algún momento, yo contemplé el reflejo de uno por la ventana era un cielo que encendía nubes para dejarlas caer como ceniza al desierto en forma de matorrales agresivos.
Sale de milagro, nos dice a los 4 tripulantes del volkswagen gris camino al este. El copiloto (el tambor) cumplía años quería llegar al mar a la bahía de Kino, el piloto quería llegar al mar, la mujer ojerosa quería llegar al mar, yo quería llegar al mar, él hablaba del siguiente número y quería llegar al mar para limpiarse la tinta del cuerpo y nadar un rato e intentar flotar.
En una lectura, sentados en una mesa, con el público al frente mientras nos decía que él y otros tres amigos subieron a orinar dentro del contenedor de agua que abastecía el pueblo. Uno de los amigos amaneció en el suelo. La revista nació después, imagino que muchos de los lectores tomaron agua potable, agua bautizada por el editor, agua de revista, casi tinta.
En esta ciudad, por la tarde, de manos de la mujer de pelo rojo que presentó su libro. Me comentó que al editor se le esfumaban las ganas de hacer milagros. Se le diluía con los días la manera de hablar con los impresores, las palabras y las sonrisas para distribuir, esas ganas de abrir los correos con los textos, acomodarlos uno tras otro en la computadora, lo que algunos llaman magia y otros llamamos terquedad o desesperanza vuelta heroísmo, se evaporaba paulatinamente. Después, a vuelta de e-mail supe del nuevo número, tan bueno o mejor que los otros.
Y así, uno a uno me han llegado prácticamente todos los número posibles de conseguir. Los últimos llegaron a mi en un cuarto de hotel donde todos sacaban cervezas del lavamanos, de bajo la cama, del ropero, de la regadera. Era un cuarto de un hotel laberíntico que resguarda una alberca al centro de uno de los tantos pisos como si fuera la fuente de la sabiduría a la cual, de igual forma, se le podía orinar. Un cuarto al que llegó alguien con sushi y lo perdió todo. Un colaborador o un lector asiduo, amigo del editor o tal vez el editor mismo, no lo recuerdo bien, sacó de la boca oscura de una mochila un par de revistas, un par de milagros delgados y largos y yo fingí que leía y di otro trago a la cerveza. En ese instante, a esas altas horas de la noche, entre la gente que gritaba borracha, creí poder ver entre mis manos la desesperanza vuelta heroísmo, me dio miedo y metí las revistas bajo el colchón.
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un abrazo