Doctrina de la catástrofe.
Pisaste el suelo desértico con tus sandalias, esas de suela y amarras tan delgadas que parecías traer los pies descalzos. Bajaste del carro y estoy seguro que el eco se llenó de la música que oíamos. ¿Qué era, quién tocaba esa canción que intentaba ser alegre, lo recuerdas? Caminaste hasta la orilla. El gran cañón era tan magnífico que no cabía en palabra: Callaste y adelantaste el mentón señalando el gran vacío y sentí que entristecías (siempre que callas pienso que entristeces, creo que es la forma de tu boca). Yo tardé un poco más en llegar al punto donde estabas, la incomodidad de un viaje en carro por ese camino tan largo hizo de mis huesos una maquinaria pesada. Me detuve a tu costado, un paso tras de ti como si el paisaje te perteneciera o tu orbita visual fuera un campo impenetrable. Recuerdo que al ver la profundidad solo dijiste: mira que insignificante se ve el río allá al fondo. Asentí pero contemplaba el cielo. Miramos el tornasolado, la magnitud del tiempo, la capacidad de la fuerza, de la dinámica, las desproporciones. ¿Sabías que antes pensaban que una gran catástrofe era la causante de todo lo maravilloso, de todos los fenómenos naturales? Contesté que no, que no lo sabía pero me pareció una conclusión lógica y simple, sobretodo cuando todos pensábamos que el mundo era un bebé que nació con nosotros. Pues sí, afirmaste mirando el cañón como si ahí se encontrara escondida toda nuestra historia. Un señor se dio cuenta que el tiempo lo causaba todo. La doctrina de la uniformidad: el tiempo. Y no diste más explicación como si no la necesitara, asentí porque me costaba mucho trabajo aceptar que no era tan inteligente como trataba de aparentar. Miré hacia abajo y vi el río. Lo imaginé gigantesco, un maremoto que se metió al continente y causó esta inmensa fractura que nos inundaba la vista. Sentí un terremoto que abría la tierra y luego el hilo de agua corriendo hasta el mar. Te imaginé acostada a mi lado (pero eso me pasa seguido) imaginé una falla que pide que el mundo se destaje como naranja. Tú no imaginaste nada, mirabas, movías la tierra suelta con tus sandalias delgadas, sentías el viento que erizaba tus cabellos, levantaba el polvo a nuestros pies y te frotabas los brazos. Miraste el agua de un río noble erosionando la orilla, diminutos fragmentos de piedra, arena que se desprende y se va diluida en el agua a algún otro lado, río abajo, o al mar donde al final terminará todo con el tiempo, un tiempo lento que erosiona y que era, a tu parecer el único causante de todo lo maravilloso. Que insignificante se ve el río, repetiste y asentí mirando en tu hombro desnudo la erosión de un escalofrió y creí por un momento entenderlo todo.
Pisaste el suelo desértico con tus sandalias, esas de suela y amarras tan delgadas que parecías traer los pies descalzos. Bajaste del carro y estoy seguro que el eco se llenó de la música que oíamos. ¿Qué era, quién tocaba esa canción que intentaba ser alegre, lo recuerdas? Caminaste hasta la orilla. El gran cañón era tan magnífico que no cabía en palabra: Callaste y adelantaste el mentón señalando el gran vacío y sentí que entristecías (siempre que callas pienso que entristeces, creo que es la forma de tu boca). Yo tardé un poco más en llegar al punto donde estabas, la incomodidad de un viaje en carro por ese camino tan largo hizo de mis huesos una maquinaria pesada. Me detuve a tu costado, un paso tras de ti como si el paisaje te perteneciera o tu orbita visual fuera un campo impenetrable. Recuerdo que al ver la profundidad solo dijiste: mira que insignificante se ve el río allá al fondo. Asentí pero contemplaba el cielo. Miramos el tornasolado, la magnitud del tiempo, la capacidad de la fuerza, de la dinámica, las desproporciones. ¿Sabías que antes pensaban que una gran catástrofe era la causante de todo lo maravilloso, de todos los fenómenos naturales? Contesté que no, que no lo sabía pero me pareció una conclusión lógica y simple, sobretodo cuando todos pensábamos que el mundo era un bebé que nació con nosotros. Pues sí, afirmaste mirando el cañón como si ahí se encontrara escondida toda nuestra historia. Un señor se dio cuenta que el tiempo lo causaba todo. La doctrina de la uniformidad: el tiempo. Y no diste más explicación como si no la necesitara, asentí porque me costaba mucho trabajo aceptar que no era tan inteligente como trataba de aparentar. Miré hacia abajo y vi el río. Lo imaginé gigantesco, un maremoto que se metió al continente y causó esta inmensa fractura que nos inundaba la vista. Sentí un terremoto que abría la tierra y luego el hilo de agua corriendo hasta el mar. Te imaginé acostada a mi lado (pero eso me pasa seguido) imaginé una falla que pide que el mundo se destaje como naranja. Tú no imaginaste nada, mirabas, movías la tierra suelta con tus sandalias delgadas, sentías el viento que erizaba tus cabellos, levantaba el polvo a nuestros pies y te frotabas los brazos. Miraste el agua de un río noble erosionando la orilla, diminutos fragmentos de piedra, arena que se desprende y se va diluida en el agua a algún otro lado, río abajo, o al mar donde al final terminará todo con el tiempo, un tiempo lento que erosiona y que era, a tu parecer el único causante de todo lo maravilloso. Que insignificante se ve el río, repetiste y asentí mirando en tu hombro desnudo la erosión de un escalofrió y creí por un momento entenderlo todo.
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