Siempre recogiste las hojas caídas en otoño y siempre, cada una de las veces, pensé que lo hacías con algún sentido. No sé, tal vez para demostrarme que podías ligeramente doblar tu cuerpo, tomar con los dedos una hoja y estar de nuevo frente a mí en un solo movimiento, o por lo menos eso pensaba yo que no puedo tocarme ni las rodillas sin exhalar. Talvez para que me diera cuenta que te gustaban las cosas sencillas o la naturaleza; esfuerzo que no tenía ningún sentido, el simple hecho de querer pasear conmigo reflejaba más que eso y además impresionar era mi papel. El tuyo era recoger hojas secas y dejar ver tu sonrisa mientras hablábamos. Después me enteré que eran los separadores de tus libros, tus acompañantes en la cama, lo que habitaba y aromatizaba tus bolsas siempre llenas de cosas aún más raras. Ahora que “hojeo” el libro que alguna vez cayó tras la cómoda y buscaste como loca, me doy cuenta que estoy lleno de hoyos por donde se cuela la luz, que la plaga me comió poco a poco y que siempre te gustaron las hojas con más poros que hoja en sí, las que se caían antes de tiempo, las que trajeran algún recuerdo. Nunca entenderé por qué lo hacías pero me gustaba verlas entre tus dedos y ahí, ahí tenían algún sentido.
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